viernes, 7 de septiembre de 2012

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Edad Media

La Edad Media es el periodo de la historia europea que transcurrió desde la desintegración del Imperio romano de Occidente, en el siglo V, hasta el siglo XV.
Su comienzo se sitúa tradicionalmente en el año 476 con la caída del Imperio Romano de Occidente y su fin en 1492 con el descubrimiento de América, o en 1453 con la caída del Imperio Bizantino, fecha que coincide con la invención de la imprenta (Biblia de Gutenberg) y con el fin de la Guerra de los Cien Años.
Inicios de la edad media
Ningún evento concreto determina el fin de la antigüedad y el inicio de la edad media: ni los ya mencionados como referencia aproximada ni el saqueo de Roma por los godos dirigidos por Alarico I en el 410, ni el derrocamiento de Rómulo Augústulo (último emperador romano de Occidente) fueron sucesos que sus contemporáneos consideraran iniciadores de una nueva época.
 Durante los siguientes trescientos años Europa occidental mantuvo una cultura primitiva aunque instalada sobre la compleja y elaborada cultura del Imperio romano, que nunca llegó a perderse u olvidarse por completo.
LA CREACIÓN DE UN NUEVO ORDEN
Desintegración del poder central y vasallaje
Los pueblos eslavos se extendieron por la Europa centro-oriental. Los húngaros o magiares, jinetes nómades provenientes del centro de Asia, recorrieron la cuenca del Danubio. En el curso del siglo X estos pueblos se hicieron sedentarios y se convirtieron al cristianismo. Empezaron a formarse los pueblos que en definitiva determinarían la fisonomía de Europa.
Todos estos cambios se produjeron en medio de una transformación general de las formas económicas, sociales y políticas. Decayeron las ciudades, disminuyó y casi desapareció el comercio internacional, se redujo el uso de la moneda y la tierra quedó como la principal riqueza. Los poderes centrales perdieron toda autoridad y desapareció la organización administrativa burocrática.
Se generalizó la costumbre de que los vecinos de un lugar se sometieron a quien los podía defender mejor: a veces un conde, pero muchas veces también algún particular que no poseía ningún título o cargo oficial, pero que se imponía a los demás por su valentía y su sentido de la autoridad. A estos hombres se les empezó a llamar señores, mientras que las personas que se encomendaban a su protección recibieron el nombre de vasallos.
Entre señor y vasallo se estableció una especie de contrato: el señor prometía protección a su vasallo; éste se comprometía, mediante un juramento de fidelidad, a ciertos servicios. El régimen vasálico se generalizó a través de toda la sociedad: el rey encabezaba la pirámide: sus vasallos eran los duques, condes y otros señores poderosos. Éstos, por su parte, recibían la "fidelidad" de las personas más ricas e influyentes de su región las cuales, a su vez, recibían los servicios de vasallos más modestos. De esta manera, desde la cima hasta la base de la sociedad, toda persona estaba vinculada a otra.
El feudo
El régimen vasálico constituyó una determinada forma de organización del poder cuyo desarrollo se vio favorecido por las condiciones económicas imperantes en la época. En aquellos tiempos la tierra era la única riqueza. Muchas veces los propietarios, al encomendarse a una persona más poderosa, solicitaron protección no sólo para ellos mismos, sino también para sus tierras. A menudo donaban sus tierras a su protector, pero conservaban su usufructo. Por otra parte, los señores poderosos, dueños de grandes propiedades, para recompensar a sus servidores, les daban uno de sus propios dominios y les permitieron recibir sus productos. El dueño daba su tierra en beneficio o, como se diría luego, en feudo.
En un comienzo se concedieron los feudos ante todo como compensación económica por los servicios prestados. Más, con el tiempo se generalizó la costumbre de que los señores diesen los feudos a aquellos que se encomendaban a ellos como vasallos.
El régimen feudal nació de la combinación de vasallaje y feudo.
Con el tiempo no sólo las tierras, sino también toda clase de funciones y derechos públicos fueron entregados en feudos. Los condes, que una vez habían sido funcionarios nombrados por el rey, se convirtieron en vasallos que ejercían las funciones públicas por derecho feudal. El rey feudal gozaba de un poder muy limitado. Sólo ejercía autoridad sobre sus dominios propios y los vasallos inmediatos, pero no tenía ningún poder directo sobre la gran masa de la población.
Cada señor gobernaba en sus dominios. Los grandes señores, los duques y condes, eran verdaderos reyes en sus dominios: mantenían sus propias fuerzas militares, administraban justicia, percibían impuestos y acuñaban monedas. Y también los vasallos inferiores ejercían funciones públicas que en el imperio romano habían sido desempeñadas por la administración imperial y que en el Estado moderno serían desempeñados por los organismos propios del Estado.
La Iglesia en el sistema feudal
La Iglesia recibió por donación o legado extensas tierras que estaban sujetas a las obligaciones feudales. Los obispos y abades, al mismo tiempo de ser ministros de la Iglesia, se convirtieron en vasallos de los reyés y en grandes señores.
Cuando moría un vasallo laico sin herederos, la administración del feudo volvía a manos del señor. En cambio, los feudos de la Iglesia no pertenecían a un obispo o abad en particular. Por eso, cuando moría un obispo, el contrato feudal no era alterado y la Iglesia conservaba la tierra. De esta manera, las posesiones de la Iglesia aumentaron cada vez más y finalmente la tercera parte de la propiedad agrícola en la Europa occidental y central perteneció a la Iglesia.
La sociedad feudal
La sociedad medieval se compuso de grupos sociales fijos, los estados o estamentos: nobleza, clero y población campesina.
La nobleza feudal estaba formada por el rey y los señores y sus vasallos.
Su estado era hereditario, o sea, era una nobleza de sangre. En tiempos de guerra casi permanente los mayores honores eran concedidos al hombre que manejaba la espada. La nobleza medieval fue fundamentalmente una nobleza guerrera. Según el derecho feudal cada persona sólo podía ser juzgada por alguien que fuese igual o superior. Por eso los nobles sólo podían ser juzgados por otros nobles, sus pares o iguales.
El clero cumplió, junto con sus funciones religiosas, con importantes funciones sociales y culturales. Los miembros del clero recibían una educación superior que los capacitaba para asumir la dirección de la sociedad. Si bien los miembros del alto clero provenían a menudo de la nobleza, la Iglesia estuvo siempre abierta a todos los grupos de la sociedad, de modo que también humildes campesinos tuvieron la posibilidad de ordenarse sacerdotes y ascender a los más altos cargos eclesiásticos.
En la base de la escala social se encontraba la población campesina, el tercer estado. Sólo unos pocos campesinos conservaron la libertad personal, en su mayor parte eran siervos que, por nacimiento y herencia, dependían de algún señor.
IGLESIA Y SOCIEDAD EN LA EUROPA MEDIEVAL
A diferencia del feudalismo, que se caracterizaba por la existencia de un sinnúmero de poderes locales, la Iglesia disponía de una fuerte organización centralizada que constituyó la principal fuerza unificadora durante la Edad Media. Bajo la dirección de la Iglesia, la cristiandad o República cristiana se comprendió como unidad. La Iglesia ejerció numerosas funciones propias del gobierno civil y tuvo decisiva influencia sobre todo el desarrollo social y cultural. La Iglesia poseyó también un enorme poder material, ya que tenía el derecho al diezmo, la décima parte que cada uno debía pagar de sus entradas a la Iglesia y, además, recibió grandes donaciones de tierras.
La iglesia acompañaba al hombre durante toda su vida. Por medio del sacramento del bautismo el niño se convertía en cristiano y recibía un nombre cristiano. Por medio de la confirmación el bautizado era recibido definitivamente en la Iglesia. La confesión y penitencia absolvían al pecador de sus pecados. En la celebración de la Santa Eucaristía el sacerdote consagraba el pan y el vino en conmemoración de la Última Cena.
Durante la Edad Media la Iglesia se esforzó por suavizar las costumbres, suprimir los espantos de la guerra e imponer el ideal cristiano de la  paz. Por medio de la Tregua de Dios la Iglesia logró limitar las acciones bélicas a ciertos días de la semana, quedando prohibido el uso de la espada en los días consagrados especialmente a Dios.
La Iglesia mantenía sus propios tribunales con el fin de proteger a los débiles y desamparados y de castigar a los que violaban los mandamientos religiosos y eclesiásticos. Administraba justicia según el Derecho Canónigo, el derecho de la Iglesia, una recopilación basada en las Sagradas Escrituras, los escritos de los Santos Padres, las resoluciones de los Concilios y los decretos de los Papas.
El peor crimen y pecado era la herejía, la creencia en errores que, por ser contrarios al dogma, habían sido condenados por la Iglesia. La herejía era un crimen contra Dios y la sociedad. El herético se colocaba al margen de la sociedad religiosa y de la sociedad civil y era castigado por ambas. Para perseguir y castigar a los herejes, la Iglesia estableció los tribunales de la Inquisición.
Las principales armas que usaba la Iglesia contra quienes la ofendían eran la excomunión, el entredicho y la destitución de los gobernantes impíos. La excomunión negaba al culpable los servicios de la Iglesia. El hereje que no se reconciliaba con la Iglesia era entregado a las autoridades civiles que solían condenarlo a morir en la hoguera. Por medio del entredicho se cerraban las Iglesias y se suspendían los servicios religiosos en un distrito entero hasta que los culpables, bajo la presión de la población piadosa afectada por esta terrible medida, deponían su actitud rebelde.
El gobernante que violaba las leves de la Iglesia podía ser destituido por ésta. Los súbditos de un príncipe excomulgado quedaban absueltos del juramento de fidelidad.
En el curso del tiempo las relaciones entre el poder temporal y el poder espiritual se hicieron cada vez más estrechas. Los reyes francos y los emperadores alemanes que siguieron a Carlomagno ayudaron a los Papas. Estos intervenían en la coronación de los emperadores. Los obispos que obtenían algún feudo debían servir a su señor feudal. Durante el siglo X los emperadores alemanes intervinieron directamente en Roma con el fin de proteger a los Papas contra la poderosa nobleza y el inquieto pueblo romano. Los emperadores y reyes se arrogaron el derecho de designar directamente a los obispos y abades.
Durante el siglo XI se produjo un profundo renacimiento religioso que tuvo su origen en la orden monástica de Cluny que había sido fundada en Borgoña en 910. Los monjes cluniaenses quisieron reformar los monasterios y la Iglesia entera con el fin de que se pudiera dedicar enteramente a sus fines religiosos. Para ello era necesario librarla de la dominación de los Príncipes. Había que poner término a la  investidura laica, la designación de los obispos por los reyes.
En los decenios siguientes la Iglesia pudo imponer ampliamente sus exigencias y el Papado alcanzó un poder cada vez mayor. Inocencio III (1198-1216) proclamaba que la autoridad del Papa estaba por encima de todo poder temporal. Los reyes de Inglaterra, Dinamarca, Polonia, Hungría, Aragón y Portugal se convirtieron en vasallos de San Pedro y juraron fidelidad al Papa.
En el curso de los siglos XII y XIII se produjeron grandes cambios en Europa. Renacieron las ciudades y el comercio y se fundaron colegios y universidades. Para responder a estos cambios se crearon dos nuevas órdenes religiosas: la orden franciscano, fundada por San Francisco, y la orden dominicana, fundada por Santo Domingo. Los monjes de estas nuevas órdenes no se retiraban a la soledad monástica, sino que se mezclaban con el pueblo. Recorrían las calles y las plazas y predicaban el Evangelio con el fin de inculcar la fe cristiana y combatir las herejías. Los dominicanos se destacaron como filósofos y teólogos y muchos de ellos fueron profesores eminentes en las universidades de Bologna, París, Colonia y Oxford.

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