Edad Media
La Edad Media es el periodo de la historia
europea que transcurrió desde la desintegración del Imperio romano de
Occidente, en el siglo V, hasta el siglo XV.
Su comienzo se sitúa
tradicionalmente en el año 476 con la caída del Imperio Romano de Occidente y
su fin en 1492 con el descubrimiento de América, o en 1453 con la caída del
Imperio Bizantino, fecha que coincide con la invención de la imprenta (Biblia
de Gutenberg) y con el fin de la Guerra de los Cien Años.
Inicios de
la edad media
Ningún evento concreto
determina el fin de la antigüedad y el inicio de la edad media: ni los ya
mencionados como referencia aproximada ni el saqueo de Roma por los godos
dirigidos por Alarico I en el 410, ni el derrocamiento de Rómulo Augústulo
(último emperador romano de Occidente) fueron sucesos que sus contemporáneos
consideraran iniciadores de una nueva época.
Durante los
siguientes trescientos años Europa occidental mantuvo una cultura primitiva
aunque instalada sobre la compleja y elaborada cultura del Imperio romano, que
nunca llegó a perderse u olvidarse por completo.
LA CREACIÓN DE UN NUEVO ORDEN
Desintegración del poder central y vasallaje
Los pueblos eslavos se extendieron por la
Europa centro-oriental. Los húngaros o magiares, jinetes nómades provenientes
del centro de Asia, recorrieron la cuenca del Danubio. En el curso del siglo X
estos pueblos se hicieron sedentarios y se convirtieron al cristianismo.
Empezaron a formarse los pueblos que en definitiva determinarían la fisonomía
de Europa.
Todos estos cambios se produjeron en medio de
una transformación general de las formas económicas, sociales y políticas.
Decayeron las ciudades, disminuyó y casi desapareció el comercio internacional,
se redujo el uso de la moneda y la tierra quedó como la principal riqueza. Los
poderes centrales perdieron toda autoridad y desapareció la organización
administrativa burocrática.
Se generalizó la costumbre de que los vecinos
de un lugar se sometieron a quien los podía defender mejor: a veces un conde,
pero muchas veces también algún particular que no poseía ningún título o cargo
oficial, pero que se imponía a los demás por su valentía y su sentido de la
autoridad. A estos hombres se les empezó a llamar señores, mientras que las
personas que se encomendaban a su protección recibieron el nombre de vasallos.
Entre señor y vasallo se estableció una
especie de contrato: el señor prometía protección a su vasallo; éste se
comprometía, mediante un juramento de fidelidad, a ciertos servicios. El
régimen vasálico se generalizó a través de toda la sociedad: el rey encabezaba
la pirámide: sus vasallos eran los duques, condes y otros señores poderosos.
Éstos, por su parte, recibían la "fidelidad" de las personas más
ricas e influyentes de su región las cuales, a su vez, recibían los servicios
de vasallos más modestos. De esta manera, desde la cima hasta la base de la
sociedad, toda persona estaba vinculada a otra.
El feudo
El régimen vasálico constituyó una
determinada forma de organización del poder cuyo desarrollo se vio favorecido
por las condiciones económicas imperantes en la época. En aquellos tiempos la
tierra era la única riqueza. Muchas veces los propietarios, al encomendarse a
una persona más poderosa, solicitaron protección no sólo para ellos mismos,
sino también para sus tierras. A menudo donaban sus tierras a su protector,
pero conservaban su usufructo. Por otra parte, los señores poderosos, dueños de
grandes propiedades, para recompensar a sus servidores, les daban uno de sus
propios dominios y les permitieron recibir sus productos. El dueño daba su
tierra en beneficio o, como se diría luego, en feudo.
En un comienzo se concedieron los feudos ante
todo como compensación económica por los servicios prestados. Más, con el
tiempo se generalizó la costumbre de que los señores diesen los feudos a
aquellos que se encomendaban a ellos como vasallos.
El régimen feudal nació de la combinación de
vasallaje y feudo.
Con el tiempo no sólo las tierras, sino
también toda clase de funciones y derechos públicos fueron entregados en
feudos. Los condes, que una vez habían sido funcionarios nombrados por el rey,
se convirtieron en vasallos que ejercían las funciones públicas por derecho
feudal. El rey feudal gozaba de un poder muy limitado. Sólo ejercía autoridad
sobre sus dominios propios y los vasallos inmediatos, pero no tenía ningún
poder directo sobre la gran masa de la población.
Cada señor gobernaba en sus dominios. Los
grandes señores, los duques y condes, eran verdaderos reyes en sus dominios:
mantenían sus propias fuerzas militares, administraban justicia, percibían
impuestos y acuñaban monedas. Y también los vasallos inferiores ejercían
funciones públicas que en el imperio romano habían sido desempeñadas por la
administración imperial y que en el Estado moderno serían desempeñados por los
organismos propios del Estado.
La Iglesia en el sistema feudal
La Iglesia recibió por donación o legado
extensas tierras que estaban sujetas a las obligaciones feudales. Los obispos y
abades, al mismo tiempo de ser ministros de la Iglesia, se convirtieron en
vasallos de los reyés y en grandes señores.
Cuando moría un vasallo laico sin herederos,
la administración del feudo volvía a manos del señor. En cambio, los feudos de
la Iglesia no pertenecían a un obispo o abad en particular. Por eso, cuando
moría un obispo, el contrato feudal no era alterado y la Iglesia conservaba la
tierra. De esta manera, las posesiones de la Iglesia aumentaron cada vez más y
finalmente la tercera parte de la propiedad agrícola en la Europa occidental y
central perteneció a la Iglesia.
La sociedad feudal
La sociedad medieval se compuso de grupos
sociales fijos, los estados o
estamentos: nobleza, clero y
población campesina.
La nobleza feudal estaba formada por el rey y
los señores y sus vasallos.
Su estado era hereditario, o sea, era una nobleza de sangre. En tiempos de guerra casi
permanente los mayores honores eran concedidos al hombre que manejaba la
espada. La nobleza medieval fue fundamentalmente una nobleza guerrera. Según el derecho feudal cada
persona sólo podía ser juzgada por alguien que fuese igual o superior. Por eso
los nobles sólo podían ser juzgados por otros nobles, sus pares o iguales.
El clero cumplió, junto con sus funciones
religiosas, con importantes funciones sociales y culturales. Los miembros del
clero recibían una educación superior que los capacitaba para asumir la
dirección de la sociedad. Si bien los miembros del alto clero provenían a
menudo de la nobleza, la Iglesia estuvo siempre abierta a todos los grupos de
la sociedad, de modo que también humildes campesinos tuvieron la posibilidad de
ordenarse sacerdotes y ascender a los más altos cargos eclesiásticos.
En la base de la escala social se encontraba
la población campesina, el tercer
estado. Sólo unos pocos
campesinos conservaron la libertad personal, en su mayor parte eran siervos
que, por nacimiento y herencia, dependían de algún señor.
IGLESIA Y SOCIEDAD EN LA EUROPA
MEDIEVAL
A diferencia del feudalismo, que se
caracterizaba por la existencia de un sinnúmero de poderes locales, la Iglesia
disponía de una fuerte organización centralizada que constituyó la principal
fuerza unificadora durante la Edad Media. Bajo la dirección de la Iglesia, la
cristiandad o República cristiana se comprendió como unidad. La Iglesia ejerció
numerosas funciones propias del gobierno civil y tuvo decisiva influencia sobre
todo el desarrollo social y cultural. La Iglesia poseyó también un enorme poder
material, ya que tenía el derecho al diezmo, la décima parte que cada uno debía
pagar de sus entradas a la Iglesia y, además, recibió grandes donaciones de
tierras.
La iglesia acompañaba al hombre durante toda
su vida. Por medio del sacramento del bautismo el niño se convertía en cristiano
y recibía un nombre cristiano. Por medio de la confirmación el bautizado era
recibido definitivamente en la Iglesia. La confesión y penitencia absolvían al
pecador de sus pecados. En la celebración de la Santa Eucaristía el sacerdote
consagraba el pan y el vino en conmemoración de la Última Cena.
Durante la Edad Media la Iglesia se esforzó
por suavizar las costumbres, suprimir los espantos de la guerra e imponer el
ideal cristiano de la paz. Por medio de la Tregua de Dios la Iglesia
logró limitar las acciones bélicas a ciertos días de la semana, quedando
prohibido el uso de la espada en los días consagrados especialmente a Dios.
La Iglesia mantenía sus propios tribunales
con el fin de proteger a los débiles y desamparados y de castigar a los que
violaban los mandamientos religiosos y eclesiásticos. Administraba justicia
según el Derecho Canónigo, el derecho de la Iglesia, una recopilación basada en
las Sagradas Escrituras, los escritos de los Santos Padres, las resoluciones de
los Concilios y los decretos de los Papas.
El peor crimen y pecado era la herejía, la
creencia en errores que, por ser contrarios al dogma, habían sido condenados
por la Iglesia. La herejía era un crimen contra Dios y la sociedad. El herético
se colocaba al margen de la sociedad religiosa y de la sociedad civil y era
castigado por ambas. Para perseguir y castigar a los herejes, la Iglesia
estableció los tribunales de la Inquisición.
Las principales armas que usaba la Iglesia
contra quienes la ofendían eran la excomunión, el entredicho y la destitución
de los gobernantes impíos. La excomunión negaba al culpable los servicios de la
Iglesia. El hereje que no se reconciliaba con la Iglesia era entregado a las autoridades civiles que
solían condenarlo a morir en la hoguera. Por medio del entredicho se cerraban
las Iglesias y se suspendían los servicios religiosos en un distrito entero
hasta que los culpables, bajo la presión de la población piadosa afectada por
esta terrible medida, deponían su actitud rebelde.
El gobernante que violaba las leves de la
Iglesia podía ser destituido por ésta. Los súbditos de un príncipe excomulgado
quedaban absueltos del juramento de fidelidad.
En el curso del tiempo las relaciones entre
el poder temporal y el poder espiritual se hicieron cada vez más estrechas. Los
reyes francos y los emperadores alemanes que siguieron a Carlomagno ayudaron a
los Papas. Estos intervenían en la coronación de los emperadores. Los obispos
que obtenían algún feudo debían servir a su señor feudal. Durante el siglo X
los emperadores alemanes intervinieron directamente en Roma con el fin de
proteger a los Papas contra la poderosa nobleza y el inquieto pueblo romano.
Los emperadores y reyes se arrogaron el derecho de designar directamente a los
obispos y abades.
Durante el siglo XI se produjo un profundo
renacimiento religioso que tuvo su origen en la orden monástica de Cluny que
había sido fundada en Borgoña en 910. Los monjes cluniaenses quisieron reformar
los monasterios y la Iglesia entera con el fin de que se pudiera dedicar enteramente
a sus fines religiosos. Para ello era necesario librarla de la dominación de
los Príncipes. Había que poner término a la investidura laica, la
designación de los obispos por los reyes.
En los decenios siguientes la Iglesia pudo
imponer ampliamente sus exigencias y el Papado alcanzó un poder cada vez mayor.
Inocencio III (1198-1216) proclamaba que la autoridad del Papa estaba por
encima de todo poder temporal. Los reyes de Inglaterra, Dinamarca, Polonia,
Hungría, Aragón y Portugal se convirtieron en vasallos de San Pedro y juraron
fidelidad al Papa.
En el curso de los siglos XII y XIII se
produjeron grandes cambios en Europa. Renacieron las ciudades y el comercio y
se fundaron colegios y universidades. Para responder a estos cambios se crearon
dos nuevas órdenes religiosas: la orden franciscano, fundada por San Francisco, y la
orden dominicana, fundada por Santo
Domingo. Los monjes de estas
nuevas órdenes no se retiraban a la soledad monástica, sino que se mezclaban
con el pueblo. Recorrían las calles y las plazas y predicaban el Evangelio con
el fin de inculcar la fe cristiana y combatir las herejías. Los dominicanos se
destacaron como filósofos y teólogos y muchos de ellos fueron profesores
eminentes en las universidades de Bologna, París, Colonia y Oxford.
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